Las lenguas románicas que hablamos hoy son variantes de latín vulgar, con otro nombre claro está. Y somos casi el 13 % de la población mundial extendidos no sólo por el viejo continente, sino por todos. ¿Por qué, preguntarán, no entendemos entonces el latín? Por la misma razón que los romanos de a pie tampoco. La lengua que pretendemos entender es una lengua artificial, fruto de muchos años de estudio, algo al alcance sólo de unos cuantos privilegiados que se dedicaban a la política, el Cursus honorum. Se trata del estándar de la curia, del foro, de las leyes, de las escuelas superiores, de la literatura, de la filosofía. Ese latín culto que los oradores conocían, estudiaban, cantaban (no hablaban), interpretaban con todo lujo de detalles concomitantes: gestos, cambios de tono y volumen de voz, artificios teatrales y lo que se les pasara por la imaginación. El latín de los patricios de bien o de los caballeros, el sermo urbanus refinado, atento a las estrictas reglas gramaticales, apto para el entendimiento de todos o casi todos, tampoco era ese latín clásico, literario de unos genios en particular, como César, Cicerón Livio, Virgilio, Horacio, Ovidio… El estándar de cualquier lengua se aleja de la literatura, en tanto que la finalidad de las mismas es fundamentalmente estética.
Los intelectuales de Roma oponían su forma de hablar urbana al sermo rusticus de los más incultos, analfabetos (casi todos), de los soldados rasos, de los campesinos, que era el latín más extendido por Roma e Italia: Saussure añadiría que bien, pero que tanto el sermo urbanus como el rusticus formaban parte de la misma langue. La parole es el uso individual de la misma, con diferentes pinceladas de edad, sexo, procedencia, profesión u oficio, estudios, etc.
Pero recordemos que el latín no estaba solo en el mundo, ni tampoco en Italia, ni siquiera en Roma, ciudad cosmopolita donde las hubiere, sino que convivía con otras lenguas: el osco, el umbro, el sabino, el falisco, el sículo, el… incluso lo estuvo el etrusco que tanto se empeñaron los romanos en enterrar. Y también con otras lenguas mucho más extranjeras que, imitando a los griegos, llegaron a llamar bárbaras, porque bar, bar, bar, bar, bar era lo que ellos entendían. Pero las lenguas que conviven durante más o menos tiempo, entran en contacto y, en consecuencia, se contagian, valga la redundancia, de influencias mutuas: léxicas las más comunes, fonéticas también, morfológicas en menor grado y sintácticas en un grado inferior. Y, como todos sabemos, cualquier enfermedad contagiosa deja secuelas, aunque desaparezca del todo, cosa que no sucede rápido, como si se queda o tarda unos siglos en desaparecer y luego elige otro lugar. Dime con quién andas y te diré quién eres. Estamos aún en el eje de coordenadas del espacio o en la sincronía. Los latines de Italia son diferentes de los de Iberia, la Galia, la Dacia, África, porque tienen contactos muy diferentes. Las lenguas que llamamos criollas e incluso el spanglish serían el ejemplo perfecto en el presente de lo que entonces había sucedió, sucedió y sucedía, ahora sucede, mañana sucederá y pasado habrá sucedido. Sí, porque las lenguas, desgraciadamente, mueren si no las usan.
Entremos ahora en el eje del tiempo, en la diacronía. Puesto que las lenguas no son inmutables, antes al contrario, son el río de Heráclito, aunque con muchos más afluentes, se van transformando generación tras generación. Civilizaciones que han llegado, han convivido y finalmente se han ido, no con las manos vacías ni sin dejar nada a cambio. El tiempo no perdona ni a las lenguas. Y en su curso, con la incorporación de afluentes más o menos caudalosos, se ensanchan, saltan, erosionan, a veces se contaminan y contaminan, se pesca en ellos, se navega por ellos, se adornan con puertos, se construyen pantanos. Sí, las revoluciones culturales son los puertos y pantanos de los ríos lingüísticos: entran los comerciantes y nos dejan un amplio vocabulario sobre temas que ni conocíamos: pintura, escultura, música, filosofía, astronomía que almacenaremos en los cultismos. Otros marineros dejan esas novias en cada puerto o préstamos. Las comunidades de hablantes construimos los diques, almacenamos y bebemos del rico y variado conjunto. En estos embalses lingüísticos encontraremos incorrecciones antiguas que son ahora admitidas por las academias reales o republicanas, préstamos de otras lenguas que se pusieron de moda y ahora nos visten, reglas fonéticas que siguen actuando, tendencias nuevas, invenciones más o menos influyentes, con más o menos seguidores. Demos un like a la riqueza cultural de nuestras atávicas lenguas latinas o románicas que compartimos los hablantes de español, catalán, asturiano, aragonés, gallego, portugués, provenzal, francés, francoprovenzal, sardo, retorrománico, italiano-toscano, napolitano, siciliano, rumano; aceptemos como amigos esos cientos de dialectos que derivan y a las lenguas criollas que no vacilan en mezclarse. Recordemos con profundo pesar el dálmata, cuya cuenta desapareció por necedad humana.